A veces, las largas esperas en lugares públicos te enseñan mucho. Una gran estación ferroviaria de una gran ciudad española; un tren que se pierde; un asiento libre en medio de la nube; una lectura que no compensa lo que estás escuchando, porque una señora de cierta edad habla desconsolada por teléfono y cuenta que su nieta tiene una psoriasis en el cuero cabelludo que le pica e incomoda.
— No sé qué hemos hecho para merecer esto — dice — la pobrecita no hace más que rascarse y llora por las noches. Sus padres están dispuestos a gastarse lo que sea porque le desaparezca, pero el médico no da muchas esperanzas. Dice que la psoriasis viene y va sin explicación aparente. No sé qué vamos a hacer. Pobrecita.
Siento lástima por esa infeliz abuela. Cástigo de Dios, dice. Cuestión de dinero, afirma. Estoy tentado de volverme directamente hacia ella y decirle que no condene de antemano a su nieta. Que es solo una patología que tiene tratamiento fiable y, sobre todo, que le de todo el cariño que necesita, sin reducir un ápice su libertad personal ni reducir sus posibilidades en la vida.