(Este relato es una vivencia de alguien que sufre psoriasis , aunque el autor está obligado a reconocer que se ha tomado la libertad de combinar experiencias de varios afectados y las ha ordenardo de acuerdo a su visión racional, que puede quedar alejada de la pauta emocional que soporta su día a día. Es, por lo tanto, un escrito vital que no responde a la experiencia real de un único afectado, sino de varios, ordenados según el criterio subjetivo del autor. Quede claro. Pido disculpas si alguien si siente mal retratado o herido en sus sentimientos.)
«A mis soledades voy,
de mis soledades vengo,
porque para andar conmigo
me bastan mis pensamientos. ¡No sé qué tiene la aldea
donde vivo y donde muero,
que con venir de mí mismo
no puedo venir más lejos! Ni estoy bien ni mal conmigo;
mas dice mi entendimiento
que un hombre que todo es alma
está cautivo en su cuerpo.»
Lope de Vega.
A veces me ocurre. Ante un acontecimiento inesperado me viene un flash en forma de idea que me ayuda a decidir. He aprendido a respetar y fomentar estos impulsos, porque me han resuelto muchas papeletas intelectuales. En el fondo, es un tesoro que tenemos que cultivar; el que llaman instinto. Inteligencia emocional, dicen otros.
Es como esa luz que aparece de la nada abriéndote una puerta al entendimiento cuando más la necesitas. Si te predispones, mucho mejor. Es bastante probable que siempre tengas éxito.…”Que un hombre que todo es alma está cautivo en su cuerpo”… tac tac, tac tac, aquello se me iluminó en la mente sin querer, sin esperarlo. Había estado leyendo a Lope unos días antes y me había atraído esa idea del encierro físico que es nuestro cuerpo, sin liberar un alma que intenta romper barreras desde su altura intelectual. El cuerpo en forma de cárcel. Atractiva idea para deambular por la mente.Hasta entonces no había necesitado de una idea así; sobre todo cuando estás moderadamente contento con tu cuerpo, a tus 28 años de vida, razonablemente disfrutada y sentida; en una sociedad cuyo culto corporal sobrepasa medidas razonables, premiando sobremanera a unos y castigando a otros, a base de imponer modelos físicos inalcanzables.Vivir en una ciudad como Madrid, con un trabajo que te da para tus caprichos — sobre todo cuando vives con tus padres — permite dejarte llevar por ese regusto de sentirte bien y pertenecer a una tribu de elegidos de la gran ciudad.Yo era uno de ellos. Tenía lo que quería y aprovechaba las oportunidades cuando se presentaban, sin pensar demasiado en el futuro. Vivir el presente como norma es siempre una salida que no le ha ido mal a casi nadie. Al menos desde mi punto de vista.Poco podía sospechar entonces lo que iban a cambiar las cosas y el sentido que adquirirían estos versos de Lope. Mi cuerpo, convertido en cárcel.La noche oscura
Todo comenzó tras un partido de fútbol sala con los amigos, de los muchos que disputamos. En realidad, es la excusa para vernos y siempre es divertido jugar por el gusto de jugar, sin otras pretensiones. Noté molestias en la planta del pie. La verdad es que no era la primera vez, hacía tiempo que las tenía y no les había hecho caso; pero ahora eran como picores constantes, que no me dejaban correr en libertad. Igualmente, me picaban las palmas de las manos y noté que me salían gotitas de la propia piel.Era una sensación no extraña del todo, pero ahora se imponía sobre muchas otras y mis compañeros de juego me lo notaron. No hacía más que rascarme las palmas de las manos y frotarlas con el pantalón, además de cojear ostensiblemente. De modo que me busqué la excusa fácil de no encontrarme bien tras haber comido algo en mal estado y me marché a casa.
Mi intención, no obstante, era seguir sin hacer mucho caso a los picores, convencido de que pasarían rápido. Pensé que sería el cambio de tiempo o el nuevo calzado que me había comprado para practicar deporte. Pero cuando llegué a casa comprobé que tenía las manos enrojecidas y que tenía grietas en la planta del pie, por donde sangraba. Y, sobre todo, me picaba mucho, mucho… de modo que me rasqué como pude con un calzador, con lo que me salió más sangre. Me asusté mucho. No podía andar.
Mi madre también se asustó y me dijo que me había intoxicado con algo, seguro. Decidimos ir al médico al día siguiente, en cuanto fuera posible. Y aquella noche fue la primera de muchas otras, sin poder dormir, deseando rascarme con el alma y pensando en que había caído en un pozo sin fondo del que los médicos me tenían que sacar como fuera. No pegué ojo y tuve miedo de perder lo que tenía. Por primera vez tuve miedo de que la tribu me rechazara.
Tardé mucho tiempo en asumir que tenía una psoriasis palmo plantar y que se quedaría conmigo para siempre, extendiéndose por gran parte de mi cuerpo a lo largo de los meses siguientes. Esta “amiga” llegó sin avisar y cercenó violentamente mi libertad, creando la ćarcel de mi propio cuerpo, donde yo mismo puse las rejas, las cerraduras y los muros más altos.
Primera fase, la sensación de castigo divino y la búsqueda de razones por las que precisamente te ha tocado a tí esta pérdida de libertad. Una fase en la que los médicos no me ayudaron mucho. Más bien al contrario, al menos al principio.
Comenzó un peregrinar amargo y solitario que me destrozó psicológicamente, porque la psoriasis es mucho más que una enfermedad dermatológica. Es perder nuestra tarjeta de presentación social, la piel, y sentir que los demás — la tribu — ya no te considera miembro activo de ella. Te invita a que te quedes en casa, encerrado. Ya no sirves. El mensaje lo entiendes rápidamente y no quieres sufrir más de lo necesario. Una mirada o una sonrisa forzada e hipócrita hacen mucho daño. Mucho daño.
Batas blancas
Exactamente, necesité seis semanas para tener claro que sufría psoriasis, que fue evolucionando de manos y pies hasta recorrer impúnemente cada pliegue de mi piel. Entre consulta y consulta médica asistí al espectáculo de mi derrota.Los dos primeros doctores que me vieron se lavaron muy profesionalmente las manos, después de discutir airadamente por la naturaleza de mi dolencia, que iba entre la intoxicación por metales pesados, la ingesta de medicamentos inadecuados o la picadura de insectos. Decidieron que lo mejor era que me vieran en un hospital y me enviaron a un gran centro, no sin antes hacerme pasar por la mirada de otros sanitarios, que emitían opiniones sin forma y se limitaban a asentir lo que alguno de los doctores les decía.
Tuve la sensación de estar en un expositor, allí, sobre la camilla, con unos y otros entrando y mirando mis lesiones, desnudo, con frío, sin más compañía que mi picor. Hasta una limpiadora entró a ver aquel espectáculo de mi piel, con los guantes de goma puestos y charlando con una enfermera, a la que dijo que un primo suyo del pueblo estaba igual y que el pobre ni se pudo casar ni nada. Dos horas después me dijeron que me podía marchar, que gestionara la cita con los especialistas del hospital y tomara un medicamento contra el picor y me aplicara varias cremas con corticoide. Me aliviarían seguro y me permitirían aguantar el tiempo que fuera necesario, hasta recibir la atención definitiva.
Una feria fue aquello, poco más o menos, donde el animal a exponer era yo mismo. En aquel momento recordé a esas mujeres de no hace mucho tiempo que, en el paritorio de los grandes hospitales españoles, rotas por el dolor de las contracciones y deseando ver a su criatura, esperan y esperan abiertas de piernas mientras el personal sanitario entra y sale, sin tener en cuenta ni su intimidad ni su dolor.
Me dí cuenta entonces de que mi madre estaba muy contrariada y no me decía por qué, hasta que me confesó que la cita con el dermatólogo me la habían dado para 68 días después. Ella no quería preocuparme y me dijo que intentaría arreglarlo, pero yo no podía más. Estaba lleno de placas de psoriasis en brazos y piernas y mi cara era un mapa enrojecido que cambiaba por horas. La espalda y el pecho me picaban también. Uno de los médicos, un tanto afectado, intentó explicarme cómo tenía que utilizar a diario varias cremas y me sugirió que recurriera también a los somníferos para intentar descansar. No había más alternativas. Seguro que mi médico de cabecera me los daría.
No podía creerlo. Es imposible que esto me pase a mí, me repetía a mí mismo constantemente. El mundo se ha derrumbado sin darme cuenta, sin merecerlo, sin esperarlo, sin adivinarlo. La tribu me da la espalda.
Cuando te quedas solo, con tus pensamientos, es cuando se echa de menos ser normal. Absolutamente normal. Ser uno más del millón de ciudadanos anónimos que duermen y viven ajenos al picor y a la sensación de ser un marginado. Y no nos damos cuenta hasta que precisamente perdemos esa condición anónima. Le di muchas vueltas a la cabeza, sin poder dormir, fruto de una desesperación que sabe que no tiene ninguna intención de marcharse, que ha venido a quedarse contigo para siempre.
Y es que un dolor, por fuerte que sea, sabes que acabará terminándose, que en algún momento desaparecerá y que todo volverá a la normalidad. Este picor y esta piel escamada mía me está diciendo que se quedará a mi lado mientras viva. Mi nueva “amiga” mostraba su victoria en forma de mil escamas sbore mi piel.
La idea – más bien la decisión – fue de un amigo que vino a visitarme, extrañado de mis ausencias continuadas, porque yo no había comunicado a nadie lo que me pasaba. Miedo a perder la consideración y el afecto de la tribu, eso era lo que tenía.
— No puedes esperar dos meses, nos vamos a Urgencias. Allí les decimos a los médicos la verdad, que tu vida es un sufrimiento continuo y que te den lo que sea. Voy a por el coche.
Y resultó. La Providencia colocó en mi camino a una joven doctora que entendió rápidamente cómo me sentía. Me pidió media hora de paciencia y se marchó, dejándome a solas en un cuarto de curas, con indicación de que me dieran nuevos medicamentos para evitar el picor. En realidad fue muy poco tiempo, pero sentí que alguien me había escuchado.
Supe mucho más adelante que Rocío Aguirre — como se llamaba la joven doctora — vivía con intensidad su especialidad en Dermatología y, además, no se dejaba llevar por la facilidad y la “amabilidad” económica de cultivar una medicina estética, destino de muchos de los dermatólogos que elegían esa especialidad, con gran repercusión sobre sus ingresos; frente a la atención de enfermos crónicos como yo, con resultados siempre relativos y una cuenta corriente que no crece tanto, especialmente si la dedicación es dentro de la medicina pública.
El tiempo me enseñó a respetar y admirar a la doctora. Hija de una familia humilde, se había labrado su carrera a base de trabajo y dedicación, con lo que había dejado muchas otras cosas en el camino, que ahora estaba intentando recuperar. Joven, decidida, su pasión por lo que hacía me contagió. Nunca sabrán en la medicina pública el bien que hacen estos profesionales, a menudo modestos, sin presencia pública, porque son la verdadera gasolina que alimenta esta maquinaria que a diario utilizan millones de ciudadanos en todo el país.
La doctora Aguirre tranquilizó a mi madre durante un largo rato y luego se sentó a mi lado explicándome claramente cuáles eran mis posibilidades. En aquella sala de curas, rodeado de instrumental médico, con ese olor tan característico a química básica, sobre una camilla, iluminado por un potente foco, comprendí cuál era mi situación.
Su claridad y su intención positiva me calmaron y la escuche atentamente. Por primera vez me explicaron con racionalidad y asertividad que la psoriasis se iba a quedar conmigo probablemente para toda la vida. Supe que la enfermedad tendría fases agudas y que tendría que cuidarme de por vida, incluyendo revisiones reumatológicas para localizar una posible artritis, que también acompaña a muchos afectados de psoriasis.
En aquella sala de curas supe también que la Dermatología había avanzado extraordinariamente en los últimos años y que se podía garantizar una razonable calidad de vida para los afectados, pero que en modo alguno podía hablarse de tratamientos curativos, por lo que había que alejarse de los charlatanes que vendían la curación definitiva. Supe que los tratamientos habían avanzado en composición, dosificación y especificidad y que cambiando adecuadamente los hábitos de vida se podía hacer una vida casi normal.
La doctora Aguirre me insistió en que la cuestión física y dermatológica podían controlarla, pero que el otro problema, el afectivo y el psicológico, tenía tantas variables como personas reales y que, por lo tanto, requería de mi esfuerzo y mi entrega. La Tribu me acabaría aceptando siempre que les demostrara que no me sentía tan mal como para esconderme de sus miradas y siempre que las primeras veces hiciera un esfuerzo y aguantara con dureza cualquier insinuación. por dura que fuese.
Pero, sin duda, pasaría momentos críticos. La doctora me dejó muy claro que tenía que aquilatar mucho más mis relaciones personales. Que mi vida sexual no tenía por qué afectarse, pero tendría que explicar muy bien a mi pareja lo que me estaba pasando antes de profundizar en cualquier relación, por corta que fuese.
En general, tendría que ser yo el primero que explicara a cualquier persona que me mirara raro que lo mío no era contagioso, que podía tocarme si quería, que era algo que no tenía por qué desarrollar ningún rechazo por parte de nadie. Y aún así muchas veces me darían de lado y buscarian, en todo caso, el morbo a la hora de preguntar.
– ¿Sabes qué? — me dijo la doctora — , algunas enfermedades pueden llegar a ser unas verdaderas aguafiestas, aunque no tienen por qué ser un impedimento. Me gustaría poder decirte algo alentador, pero la verdad es que vas a tener que hacer grandes ajustes en tu vida. Con el tiempo, formarán parte de tu rutina y dejarán de ser un obstáculo.
– Pues, no me vendría mal alguna palabra de ánimo, después de recibir tanta información y consejos sobre cómo actuar con mi psoriasis. Me han jodido el plan, contesté.
La doctora, siempre con su sonrisa amable, hizo una reflexión para la galería que se me quedó muy grabada y he repetido constantemente en mi cabeza.
— Como médicos — dijo — , vemos pacientes, escuchamos sus historias y las llevamos durante tiempo en nuestros pensamientos. Pero la verdad es que no importa cuánto nos preocupemos por ellos, siempre regresamos a casa y seguimos con nuestras vidas. Nuestros pacientes recogen sus cosas, sus problemas y vuelven a vivir las suyas hasta la siguiente visita. Nos pasa a diario, hablamos con ellos, les damos consejos y gran cantidad de directrices sobre lo que deben hacer y lo que tienen que evitar. Y ya está. Por eso, en la medida de lo posible, intento superar esa barrera cuando me encuentro con pacientes que nos piden soluciones vitales, aún a sabiendas de que no podemos dárselas.
Me quedó claro que me quedaba una larga carrera de obstáculos físicos y emocionales y con el tiempo agradecí mucho a la doctora su claridad y visión de la jugada. No he vuelto a encontrar a nadie así.
Mi amigo, que pacientemente había esperado fuera, me miró y miró, un tanto confundido, al verme salir de la consulta. Le extrañó mi cara de cierta seguridad y confianza.
— Tío, qué te han dado ahí dentro, que pareces contento y feliz…
Salió la doctora Aguirre y se la presenté. Entendió rápidamente que había sido atendido por alguien con capacidad de influir. Para entonces ya tenía yo debajo del brazo una citación para el día siguiente en Consultas Externas y un montón de deberes por hacer, sobre todo leer la información que me habían facilitado.
Mi madre también estaba más tranquila, aunque revivía esa desconfianza en el sistema que ha heredado su generación y que les llena de temores en cuanto entran en un gran hospital.
— Mamá – le dije – es hora de irse a casa y descansar. Pasemos por la farmacia de guardia y mañana será otro día. Basta por hoy.
Dormí aquella noche mucho mejor. Tuve picores, pero el tratamiento que me dio la doctora empezó a hacer efecto desde el principio, aunque probablemente su actitud también contribuyó a mi mejora. Fue el mejor bálsamo.
Antes de dormir recorrí la jungla de Internet. Sí, jungla, en lo que a psoriasis se refiere, porque vives rodeado de curanderos y charlatanes que te anuncian la curación, tomando, por ejemplo, leche de yegua. Sólo algunas luces se mantienen en esa oscuridad y aprendí a aprovecharme de ellas.
Contacté con la única asociación de pacientes existente en España. De hecho, los contenidos en su página web eran referencia para todas aquellas que huían del curanderismo. Acción Psoriasis me orientó y me convenció para seguir por ese camino. Conocí también los contenidos de la Academia Española de Dermatología y Venereología , con gran cantidad de información y, a partir de ahí, recorrí informaciones de laboratorios y otras asociaciones de distintos países.
No fue fácil. Hay demasiado ruido en Internet, demasiada basura, que es necesario aprender a discernir, porque se aprovechan de la desesperación y el dolor ajeno para vender productos de quién sabe dónde a un precio altísimo y con nulas posibilidades de éxito.
Tuve también visitas de amigos de amigos que me aconsejaron a curanderos de varias zonas de España y aseguraban que les había ido estupendo, que volvieron curados. Igualmente me reseñaron consultas privadas, donde después supe que la cortisona era una invitada siempre especial y que aquellos afectados con un brote puntual pueden confundir su curación con el chute y parón de cortisona.
Todo eso lo aprendí a base de horas y de no dejarme llevar por la desesperación. Conocí las experiencias de otros afectados en largas conversaciones epistolares o vía internet. Supe que me quedaba toda una vida para aceptarme a mí mismo y que tendrían que acostumbrarse en la Tribu a aceptarme como yo era.
Lo contrario era engañarse. No fue fácil. Todavía hoy tengo dudas y miedos constantes.
Las ideas básicas se fueron cimentando. El tiempo, la paciencia, el rigor, la contnuidad en los tratamientos… contínuamente aparecían como la única forma de superar esa losa que, sin quererlo, oprimía el alma. Como ya he dicho, mucho más lenta fue la aceptación personal y entender que la psoriasis forma ya parte de mi ADN y que me acompañará mientras viva. Un camino juntos, te guste o no.
Curiosamente, cuanto más convencido estás de ello y más aceptas la patología, mejor te encuentras. Mientras puedas mantener un minimo de calidad de vida, lo demás puede ir superándose poco a poco.
Y empecé a probar estas mieles, mientras los demás estaban expectantes por mi reacción. Aprendí a valorar los momentos de tranquilidad y aproveché al máximo el cariño y la cercanía de los que se quedaron a mi lado. Pequeños detalles, hasta ahora ignotos, empezaron a cobrar valor para mí. Vivir al milímetro se llama eso.
Una llamada, una visita, una partida de póker, todo aquello se fue convirtiendo en algo especial, que tenía siempre el valor de la cercanía. De repente alguien me dijo que se notaba que estaba mejor… señalándose a la cabeza. Otras personas se incorporaron a mi círculo personal. Sin quererlo, controle a mi “amiga” psoriasis y evité que me comiera el alma y me redujera a un despojo de persona. Lo demás, vino por añadidura.
Conseguí que la doctora Aguirre se hiciera cargo. Me aplicaron un tratamiento sistémico y luego otro, en un plazo no superior a dieciséis meses. Lo probé casi todo y me convencí a mí mismo que sólo una buena calidad de vida me ayudaría a estar mejor. De modo que no me privé de nada, pero comí sólo lo suficiente y seguí haciendo deporte, con la ayuda de mis amigos, a los que hablé muy claro sobre lo que me pasaba.
Tardé mucho más en recuperar mi vida sexual. Las relaciones esporádicas — nunca nada serio ni contínuo — se terminaron, pero disfruté mucho más de las pocas que tuve, con las que tuve que esforzarme y comprometerme más.
El primer tratamiento fue a base de ciclosporina y el segundo de metrotexato. Dos clásicos. Baratos y eficaces. A mí me sirvieron para parar y contener la descamación y, sobre todo, evitar el picor. Fue un primer paso y hubo quien me dijo que me conformara con ello.
Para nada iba a conformarme.
Había aprendido del contacto con otros afectados, vía Acción Psoriasis, que la Medicina avanzaba por meses y que ya había personas que habían mejorado ostensiblemente y habían recuperado al cien por cien su calidad de vida. Después de dos años con esos tratamientos, le pedí a la doctora Aguirre que me hablara de los tratamientos biológicos, , utilizados ya en muchas patologías y no sólo en psoriasis.
— Esperaba esa pregunta pronto, me dijo. No te podías quedar quieto.
Lo dijo con tono de reproche, pero, en el fondo, entendió mi petición. Y lo tenía claro, yo era un candidato adecuado para estos tratamientos, cada vez más usados por los especialistas. Son caros, muy caros, por lo que la medicina pública pide antes que se trate al afectado con, al menos, dos tratamientos clásicos, como era mi caso. Yo tenía que probarlos y presioné al máximo para conseguirlo.
La doctora me sometió a una cura de paciencia, algo que no se estudia en las facultades de medicina, pero que tiene, a la larga, un efecto muy positivo. Hoy soy consciente de que fue una decisión más que acertada, con todas sus consecuencias. Y agradecí estar atendido por una medicina pública que, en este caso, por economía y capacidad, iba muy por delante de la privada.
Tuve que leerme varios informes y someterme a pruebas previas de compatibilidad. Fue como ponerme a examen crítico, pero conmigo no pudo la duda. Si podía mejorar ampliamente, había que intentarlo.
De modo que la doctora se dio por vencida y pasé un tribunal médico interno, en el propio hospital, que aceptó también. Eligieron el mejor tratamiento biológico para mi caso de las varias opciones y me marché a mi casa con la decisión y la primera inyección puesta.
No iba a ser radical la curación, más bien paulatina, me dijeron. Y así ocurrió.
El tiempo ha pasado y aquellos fantasmas siguen presentes… pero controlados. Soy el que soy, entre otras cosas un afectado de psoriasis y me moriré con ello. Pero he aprendido que no puedo permitir que me domine el miedo a la enfermedad, más que la propia enfermedad. Y aquí estoy.
Soy el que soy y mi cuerpo sigue siendo una cárcel, pero poco a poco he ido quitando aquellos barrotes y cadenas y ahora entra el sol y puedo abandonar mi celda cuando quiera, sin miedos ni temores. En la Tribu saben que soy el que soy y punto. No hay medias tintas ni espacio para la duda.
El que quiera que me acepte así. Y el que no, no tiene sitio en mi celda, que, por cierto, cada vez está más llena de quienes alimentan mi existencia positiva. Se lo debo a mi “amiga” la psoriasis.
Gracias Antonio, tú historia es la mía, pero así literal, con muy pocos detalles diferentes.
Sorprendida por la similitud sobre todo por los pensamientos…
Te seguiré en esta andadura allá por donde navegues
Un abrazo
Entonces estamos juntos en esto. A tu disposición, Yolanda. Un abrazo.